María Fernanda Benítez Martínez tenía solo 17 años. Era una adolescente con sueños, con vida por delante. Quedó embarazada de su pareja, un joven de su misma edad. Cuando él decidió que no quería asumir esa responsabilidad, la obligó a interrumpir el embarazo. Fernanda se resistió. Y esa resistencia le costó la vida. Fue asesinada por quien debía estar a su lado, por quien compartía con ella el presente, pero no supo acompañarla hacia el futuro.
Este caso conmocionó a Coronel Oviedo y al país entero. Pero más allá del dolor, expuso una verdad silenciada: en Paraguay, niñas y adolescentes siguen siendo víctimas de embarazos no deseados, de abortos clandestinos, de violencia, y de una indiferencia generalizada.
Según datos del Ministerio de Salud Pública, en el año 2024 se registraron 4.691 abortos. De ellos, el 12% (580 casos) fueron en niñas y adolescentes. Solo en los primeros cinco meses del 2025, ya se contabilizan 19 muertes maternas por abortos, la mayoría realizados en condiciones precarias y clandestinas. Entre 2017 y mayo de 2025, se confirmaron 3.593 abortos en menores de 10 a 19 años, incluyendo 144 casos en niñas de apenas 10 a 14 años.
Estas cifras no son números fríos. Son historias. Son niñas con miedo, solas, confundidas, presionadas, muchas veces abusadas. Son adolescentes sin voz, sin protección, sin acceso a información ni recursos, condenadas a tomar decisiones imposibles en un contexto que no les ofrece opciones reales.
¿Qué estamos haciendo mal como sociedad? ¿Dónde estamos fallando?
Desde el hogar, es fundamental volver a las bases: el diálogo, la confianza, la educación emocional. No se puede amar desde el silencio ni proteger desde la indiferencia. Necesitamos madres, padres y adultos presentes, que hablen abiertamente sobre sexualidad, sobre derechos, sobre el cuerpo, el consentimiento, el amor sano y la responsabilidad. Que escuchen sin juzgar. Que acompañen.
Desde las escuelas, urge implementar una educación sexual integral que no se limite a la biología. Los niños, niñas y adolescentes necesitan herramientas para conocerse, cuidarse, poner límites, entender sus emociones, construir vínculos saludables. También es vital contar con psicólogos y orientadores capacitados que puedan detectar señales de alerta a tiempo.
La salud mental debe dejar de ser un privilegio y convertirse en un derecho. No puede haber bienestar sin cuidado emocional. La atención psicológica debe estar disponible en todos los niveles del sistema de salud, especialmente para quienes están atravesando situaciones de violencia, abuso o embarazo no deseado.
Desde el sistema judicial, se necesita más que leyes escritas: se necesita voluntad real de proteger a los más vulnerables. Que las denuncias no queden archivadas. Que las víctimas no sean revictimizadas. Que los culpables no queden impunes. Que los derechos de las niñas y adolescentes sean prioridad.
Y como sociedad, tenemos la enorme responsabilidad de dejar de mirar para otro lado. De romper el silencio. De acompañar, de exigir políticas públicas, de construir redes de apoyo comunitario. Ya no podemos permitir que una niña más sea obligada a abortar, a callar, a morir.
En este contexto, la Fundación Impulsores de la Vida asume un papel fundamental. Con un enfoque integral, trabaja en el acompañamiento del cuidado de la niñez y adolescencia, velando por la protección de sus derechos y la mejora de su calidad de vida. La fundación también promueve la equidad de género y lidera campañas que buscan prevenir la violencia contra las mujeres y otros abusos que atentan contra la dignidad humana. Su labor representa una esperanza activa y concreta frente a una problemática que ya no puede seguir siendo ignorada.
Fernanda ya no está. Y su historia es un grito desesperado para que despertemos. Para que transformemos el dolor en acción. Para que no haya más Fernandas. Para que, de una vez por todas, las niñas y adolescentes vivan en un país que las escuche, las proteja y las abrace.
Carlina Paniagua: Directora de Prensa


